lunes, 1 de abril de 2024

El Santo Varón

 


Ayer me invitaron a mi primera celebración de Domingo de Pascua, un almuerzo entre amigos donde la anfitriona nos recibió con una mesa hermosamente decorada con un conejo en el centro y un enorme huevo de chocolate en cada uno de los ocho puestos. Como el plato principal era un ragú preparado por el anfitrión, me tocó llevar el pan gallego ya que vivo a pocos metros de una de las mejores panaderías de Caracas. Fui a media mañana en carro porque todavía no se me quita el miedo a caminar en la ciudad. Mala idea porque no había dónde estacionar. Di una vuelta y cuando volví a pasar un carro salió y me logré estacionar frente a la panadería. Cruzando la calle para entrar casi me devuelvo al darme cuenta que entre dos carros estacionados había una algarabía que resultó ser una pelea como esas que salen en las comiquitas: masa humana de pies y brazos, polvareda, gritos y puntapiés, solo faltaban las estrellitas. 


La pelea estaba rodeada de curiosos, no pude ver ni quienes peleaban ni quienes trataban de separar la pelea. Como yo en este tipo de escaramuzas temo que salga a relucir un arma y quede mal herida la más pendeja por pepa asomada, aprovechando que la panadería se había vaciado para ver de cerca el improvisado ring de boxeo, siempre evitando intensidades, entré al local con la suerte que detrás del mostrador había quedado un solo dependiente para despachar el pan recién salido del horno.  

En eso entró llorosa una linda morena, muy joven, no llegaría a los veinte años. 

Llevaba el pelo con trenzas largas como Bo Derek en la película “10”.  Tenía los ojos anegados en lágrimas. Corrió a esconderse de tanto escarnio en la trastienda donde están los hornos de pan. Supe de inmediato que era una de las partes involucradas en la pelea. Al verla tratando de tragarse las lágrimas, se me arrugó el corazón de madre porque es verdad eso que escribió Andrés Eloy Blanco que "cuando se es madre se es madre de todos los niños del mundo” y recordando a mis hijas en la Bo Derek Caribeña, me provocó amapucharla y decirle: “¿Qué te hicieron mi niña?”.  


Aunque ni idea cuál habría sido el motivo de la pelea, por qué la agarraron por las greñas


tan inocente yo 


Cuando estaba pagando el pan, por la puerta de la panadería se asomó la que también supe enseguida era la segunda parte en conflicto. La agraviada  ¿o agraviante? según se prefiera ver, era una mujer que apenas pasaría los treinta años, bonita de cara pero sin un rastro de coquetería, ofuscada, tenía el rostro rojo de ira, era la furia misma. Comenzó a gritar tan duro que sus insultos se habrán oído en todo Chapellín y la Alta Florida, parte del Country Club y San Bernardino, y quizás hasta en PDVSA del Bosque: “Sal de tu escondite, desgraciada, malparida para que aprendas a respetar, Robamaridos, prostituta barata, rompehogares, que te voy a partir la cara”.


Parafraseo porque los insultos iban cargados de groserías. 


A una le enseñaron a no meterse en problemas ajenos pero así como la muchacha me inspiró el instinto de madre, la pobre mujer me inspiró el instinto de amiga, me habría gustado solidarizarme con ella, tomarla del brazo, sacarla de ahí, invitarla a tomar una cerveza, dejarla que llorara descargando que a ese hombre le había dado todo y cómo le pagaba… para después decirle: “Amiga séquese los ojos que ese desgraciado no vale una lágrima suya, es que usted no ha oído a Kenny García en eso “desde que tu te has ido, me ha ido DPM”, o las últimas canciones de Shakira que las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan. No amiga, mire que ya pasaron los días de sentirnos como la gata bajo la lluvia”. 

  

Pero yo calladita, abrazada a mi bolsa con cuatro panes gallegos, solo cuando se fue la loba herida fue que me atreví a comentar en voz alta: “Al que debería partirle el alma es al desgraciado del marido”. 

La cajera asintió: “Darle con un sartén en la cabeza”. 

Tras mío había un hombre joven llevando un pan canilla, estaría horrorizado con tanta agresividad femenina, dígame un Domingo de Pascua. Como los caraqueños somos salidos de naturaleza, también quiso intervenir. 

“Si a mi me montan los cuernos lo primero que tengo es que pensar qué le hice yo a mi mujer para que me los montara, no agarrarla con el tipo”.


Tan lindo, un santo varón


 tomé mi tarjeta de débito, mis panes gallegos, y me fui. 

martes, 19 de marzo de 2024

Bajo el dintel

 



 Son las once de la mañana y el termómetro con figura de rana adherido al vidrio de la puerta de la terraza marca cuarenta y tres grados centígrados, no recuerdo semejante temperatura en Caracas, por lo menos no a mediados de marzo antes de Semana Santa, cuando debería comenzar a irse el frío que Pacheco trajera en diciembre.

Este diciembre Pacheco nunca llegó. 

A mi mamá como que se le echó a perder el termostato, cuando llego a visitarla quejándome del calor, me dice que son cosas mías, que como que todavía estoy menopáusica, que ella no siente ningún calor.

 

Y yo que a este calor casi que puedo tocarlo. 


Menos mal que mi mamá no está acalorada porque cada vez que en Caracas se siente una ola de calor, suele decir: “Hace calor de terremoto, igualito se sentía aquel julio”, y yo comienzo con la paranoia pensando que en cualquier momento la tierra se abrirá a mis pies. 


Es que mi generación quedó marcada por el terremoto que azotó a Caracas a finales de julio de 1967, aunque yo apenas tengo recuerdos de él porque acababa de cumplir cuatro años, recuerdo que estaba comiendo con mis hermanos en la cocina, que mis papás se arreglaban para salir de fiesta, que Laureano le pegó a Luis porque creía que le estaba moviendo la silla, los gritos de: “¡Terremoto!”, que mi mamá corrió a llevarnos al jardín mientras mi papá corría a buscar a Kiko que era un bebé durmiendo en su cuna, que mi tío Caruso, que tendría catorce años, se estaba quedando con nosotros porque mis abuelos paternos habían salido de viaje ese día. No recuerdo el ruido que dice mi mamá fue estremecedor, pero si recuerdo que esa noche mis abuelos maternos y varios de mis tíos fueron llegando a casa y que durante dos días dormimos acampando en el salón, lo que me pareció muy divertido.

Afortunadamente entonces no me tocó ver de cerca muerte y destrucción que tantos caraqueños vivieron, incluyendo mi tío Gonzalo que perdió a su novia en el club de playa Charaima.


 A pesar del miedo que me quedó a los temblores y terremotos, uno de los momentos más entrañables que puedo recordar en mi matrimonio ocurrió durante un sacudón, sacudón que no llegó a terremoto pero que fue poco más que un ligero temblor. Ya nuestras hijas no vivían con nosotros y nuestro hijo había salido con los amigos, debía ser un fin de semana o un día de fiesta porque era temprano en la tarde y Oscar estaba en casa. La tranquilidad de esa tarde -que no recuerdo calurosa- se vio interrumpida cuando los vidrios de la puerta de la terraza, los mismos donde hoy está adherida la ranita termómetro, comenzaron a crujir.  Supimos que no era el viento  porque los cuadros y los adornos en las mesas se movían, no tanto como para entrar en pánico, pero si lo suficiente para no tener la menor duda que estábamos ante un temblor más fuerte que los esporádicos sacudones de tierra acostumbrados en Caracas tras el terremoto del 67.


Esa tarde el temblor no fue lo fuerte sino lo mucho que duró, si hubiera sido más fuerte habría causado estragos, duró varios segundos que a mi me parecieron minutos, los suficientes para que yo agarrara del brazo a Oscar y lo llevara debajo del dintel sin puerta que separa la sala del comedor. 

En tres décadas de casados Oscar siempre fue el valiente y yo la cobarde. Mi marido me inspiraba fuerza y yo me dejaba proteger; y no fue que Oscar hubiera sufrido un ataque de histeria o se le sintiera presa del miedo, pero si le sentí por primera vez un ligero desconcierto. “El fanático de mi marido” que siempre parecía tenerle solución a todo, esa tarde se dejó llevar bajo el dintel.  

No me mal interpreten las más aguerridas feministas, no era una cuestión de género: él hombre fuerte yo mujer desvalida; era más bien una cuestión de vocación y temperamento: el ingeniero pragmático yo literata poco dada a los asuntos prácticos de la vida, por eso creo que por primera vez sentí -con cierto orgullo, para qué negarlo- que era yo quien mostrara un destello de fortaleza, esperando a que pasara el temblor sujetando a mi marido del brazo tratando de infundirle la confianza que  entonces sentía que mientras estuviéramos juntos, todo estaría bien. 

Destello de fortaleza de un pozo que no sabía que tenía en mi,  en el cual dos o tres años después me vi obligada a sumergirme de chapuzón el día en el que Oscar repentinamente murió, ese sí que fue para mi un terremoto mayor, comenzar a darme cuenta que ya no seríamos dos, pero que eventualmente la vida sigue, y una sola, poco a poco, aprende a vivir. 


miércoles, 14 de febrero de 2024

Anatomía de una caída


 
A pesar de haber sido merecedora de varios premios de la crítica, entre ellos mejor guión y mejor película extranjera en los Golden Globes, le tenía miedo a la película francesa “Anatomía de una Caída”, nominada a cinco estatuillas Oscar entre ellas mejor película -no película extranjera porque no fue escogida por Francia como su película oficial para los premios de la Academia- .
Temía a la película dirigida por Justine Triet porque me habían dicho que si bien era buena, era pesada, un “coutroom drama” francés de dos horas y media, pero a pesar de que la vi alquilada en Amazon una lluviosa tarde en la comodidad de mi casa, no me dormí, porque tengo la mala costumbre de quedarme dormida hasta en la más entretenida de las películas, hasta me dormí viendo Barbie, y eso que la vi en pantalla grande, siestas cortas, como de diez minutos, lo que en inglés llaman “power naps”, que me harán perder si acaso una o dos escenas de la película.
 Así que predispuesta a que en “Anatomie d’un chute”, más que una pescaíta, esa tarde lluviosa dormiría casi toda la película, a pesar de que el género “courtroom drama” me encanta, pero ha sido trillado en las películas y en las series de Hollywood, además verlo en francés que es un idioma que apenas manejo, sería una prueba de fuerza contra mi narcolepsia, aun así me quedé despierta esperando los “Objections!” y los “Overuled”, o un final catártico como en "A Few Good Men" de Rob Reiner, cuando el coronel interpretado por Jack Nicholson pierde la compostura y grita: “You can´t handle the truth!”.
Quizás por eso no me quedé dormida en “Anatomía de una caída”, porque si bien se cuece a fuego lento, ninguna escena sobra, además de ser una película que nos adentra en un mundo nuevo, tan humano pero a la vez tan ajeno a las películas de dramas de cortes, o dramas familiares a los que estamos acostumbrados vía Hollywood, porque más allá de algún flash back que evoque una pelea doméstica, en la corte de Anatomía de una Caída, apenas se levanta la voz, y cuando un testigo es llamado a declarar, más que un diálogo entre dos se vuelve una conversación entre varias partes donde suele intervenir el acusado, común debate.
La película protagonizada por la actriz alemana Sandra Hüller, trata de un escritor tan guapo como fracasado, Samuel, que muere tras caer desde la terraza más alta de su chalet en los Alpes franceses. Pudo haber sido suicidio pero ciertos indicios forenses indican que fue una caída provocada, siendo la única sospechosa la viuda del difunto, Voyter, una exitosa escritora alemana que apenas habla francés (en la película se habla más inglés que francés). Voyter y Samuel no se habían estado llevando bien. El único posible testigo es el pequeño Daniel de doce años, el hijo invidente de la pareja.
“Anatomie d’un chute” más que la anatomía de una fatal caída, es la anatomía de un matrimonio desgastado por el triunfo de ella y la inercia de él, y el niño que se debate, más que la corte misma, en entender qué pasó con su padre.

lunes, 17 de octubre de 2022

"Estimado Cliente"


 

Hace como diez días vi por HBO "Sentimos las Molestias" serie española parecida a la recordada "Pareja Dispareja" original de Neil Simon, sobre dos amigos de vieja data, ambos llamados Rafael, que por un tiempo se mudan juntos. En una escena de la serie llegan unos supuestos fumigadores de parte del municipio a acabar con no recuerdo qué plaga, les enseñan un papel, les piden que se queden en el jardín que el trabajo se hará con premura, y con premura les roban dentro de la casa relojes, dinero y los "ordenadores". Cuando van a poner la denuncia le dicen en la comisaría que no hay nada que hacer, que esa es típica estafa en la que las víctimas son viejos. 

"¡Viejos nosotros!" responden los dos Rafaeles ofendidos, además de robados, los llaman viejos, qué indignación.

En el momento que la vi, me reí, qué conejos, típico viejos, cómo imaginar que menos de cuarenta y ocho horas después, caería, o casi caería, como una tonta en una estafa para robarme mi cuenta de whatsapp. Todo empezó un lunes temprano en la mañana cuando sonó mi celular: "estimado cliente la llamamos de Digitel ofreciendo el servicio de 5G, le vamos a mandar un código para que se conecte", esa es la versión resumida, la versión larga es un hombre de parte de Digitel hablando a cien kilómetros por hora para marearte, y como yo quiero servicio 5G, aunque todavía esa velocidad ni siquiera ha llegado a Venezuela, di la clave que acababa de llegar a mi celular sin percartame que estaba dando la clave para cambiar mi whatsapp.

Si, ya sé, qué coneja.

Apenas di los números se me prendió la alarma, sobre todo cuando el "estimado cliente", frase que repetía sin cesar, me pidió que para completar el proceso debía apagar el celular durante más de una hora. Mi mediana inteligencia entonces se despertó, de inmediato le colgué, logré entrar en whatsapp y cambiar otra vez la clave. El "estimado cliente" me volvió a llamar pidiéndome la clave nueva, ahí ya me había convencido que al igual que los viejos de la serie española, esta pobre viudita estaba en proceso de ser víctima de una estafa.

O casi.

No logré recuperar mi whatsapp de inmediato, fui a Digitel, me confirmaron -con una sonrisa condescendiente- que mi cuenta de whatsapp estaba hackeada, que ninguna potestad tenía Digitel con WhatsApp para arreglarlo, son dos compañías distintas, tenía que comunicarme directamente con ellos. El muchacho que me atendió en Digitel no se pudo ahorrar decirme: "¿Acaso no le pareció extraño que la llamada fuera desde un número de Movistar?".

Ni que los viejos nos fijáramos en eso.

Logré contactar con Whatsapp por email, muy amables me dijeron que si mi cuenta había sido hackeada -o estaba bloqueada- tenía que esperar una semana para recuperarla, lamentablemente nada se podía hacer antes, esos eran los plazos. Por el whatsapp de mi mamá y a través del servicio de mensajería de Instagram, logré comunicarme con familiares y amigos para que me sacaran de todos los chats. Escribí un mensaje por Facebook y otro por Instagram alertando a mis contactos. La verdad no sé si llegué a ser hackeada, por lo menos nadie de mis contactos me dijo que les escribieron desde mi cuenta para pedirles dinero o cambiar dólares. Mi dignidad quiere pensar que logré detener la estafa a tiempo, logrando bloquear mi WhatsApp antes de que llegaran a pedir dinero en mi nombre.
En la tarde conversando con los vecinos en la junta de condominio, varios habían recibido llamadas similares, incluido mi hijo, pero ninguno cayó. Lo que más dolió fue el orgullo, la más coneja del edificio. Aunque una vecina me confesó que ella también habría caído si no la hubieran alertado de este modus operandis de hackeo. 
Hoy me entero de muchas personas en días recientes que han sido víctimas de la misma estafa y muchos de sus contactos han sido víctimas de creer que están pidiendo dinero, depositando cifras más o menos altas en las cuentas suministradas.

Una vez recuperada mi cuenta de whatsapp, escribo esta intensidad, porque a pesar de que a quién le puede gustar confesar que cayó por inocente, o por vieja, no está de más avisarles que no se dejen
marear por ningún "Estimado Cliente" y no se pongan de conejos a estar dando claves a desconocidos.


domingo, 16 de octubre de 2022

La visita



Esta semana salió publicada en Babelia la lista de las mejores novelas españolas del siglo XXI según el consenso de varios críticos, encabezando la lista la trilogía "Tu Rostro Mañana" de Javier Marías. 

Tras la muerte de Marías el pasado 11 de septiembre muchos amigos me pidieron que les recomendara la mejor novela para empezar a leer al escritor madrileño. No recomendaría empezar con "Tu Rostro mañana",  sería como empezar a escalar montañas subiendo al Everest, mejor empezar con lecturas más  sencillas como "Corazón tan Blanco" (1992)  o con "Todas las almas"(1989), basada en la etapa en la que Marías era un joven profesor en Oxford, novela que aunque debe tener rasgos autobiográficos (¿qué novela no los tiene?) Marías aseguraba ser pura ficción y que personajes que muchos lectores afirmaban haber conocido, eran productos exclusivos de su imaginación.

Recuerdo a Bryce Echenique cuando decía de sus novelas que sus amigos juraban que lo inventado era cierto, y lo cierto inventado. 

 Por fin decidí a entrarle a "Fiebre y lanza" (2002) primera entrega de la trilogía "Tu rostro mañana" conmovida por la inesperada muerte de Marías, siendo esta su más ambicioso proyecto literario por su densidad de tres novelas de casi mil páginas cada una. Después de leída reitero que "Fiebre y Lanza" no es una novela que recomendaría a quien nunca ha leído a Javier Marías, es un largo y tortuoso camino. Confieso que me costó un poco leerla y no sé cuando encontraré la disposición para leer los dos tomos que me faltan de la trilogía, por ahora preferiría regresar con nuevos ojos a "Mañana en la Batalla piensa en mi" (1994) merecedora del premio Rómulo Gallegos que fue la primera novela de Marías que leí, o buscar "El Hombre Sentimental", novela corta de Marías que me falta por leer. 

  A pesar de que su lectura no fue todo lo fluida que habría deseado, en "Fiebre y Lanza" encuentro párrafos y páginas llenas de maravillosas disgresiones, sello típico del genio narrativo de Marías, entre esos párrafos rescato uno no por ser el mejor sino porque me remite a un tema que le leí alguna vez al Javier Marías articulista sobre cómo se salta cualquier descripción sobre sueños en las obras de ficción porque les parecen un frenazo en la acción. Bien escribió Calderón de la Barca: "Y los sueños, sueños son". En "Fiebre y Lanza" el narrador reflexiona sobre los sueños como "la memoria imaginando", y hace hincapié que cuando soñamos con nuestros muertos: "Los trae nuestra conciencia dormida...".

Y una con el anhelo que nuestro muertos, de vez en cuando, vienen en sueños a visitarnos. 

Por ejemplo la otra noche soñé con Isaac Chocrón, en el sueño estaba un poco más serio de lo que acostumbraba ser mi simpático profesor, diría que como melancólico, y el Isaac que conocí era todo menos melancólico, pero ahí estaba mi querido Isaac ante mí, y como en los sueños nuestros muertos siguen vivos, lo abracé y le dije: "Qué alegría verte de nuevo mi querido Isaac".

Como suele suceder en sueños cuando caemos en cuenta que la persona con la que hablamos está muerta,  me desperté con sobresalto, no tardé en recordar el párrafo de Marías y asociar que Isaac, que en noviembre cumple once años de haber muerto, era Libra, por estos días habría estado cumpliendo años,  y quizás mi consiente no haya estado al tanto de celebrar a mi estimado profesor, pero mi subconsciente no ha dejado de añorarlo. 




viernes, 14 de octubre de 2022

Los Años

 
El pasado jueves seis de octubre la Academia Sueca anunció a Annie Ernaux (1940) como Premio Nobel de Literatura 2022, narradora francesa considerada una maestra de la “autoficción” por usar descarnadamente su vida privada para hacer literatura.
A Annie Ernaux no la había leído, pero si a otro maestro francés del género: Emmanuel Carrere(1957), quien también figuraba en las quinielas de los posibles candidatos al Nobel este año. Carrere ha llevado a tales extremos este género de autoficción que su segunda esposa ganó una demanda para impedir que hiciera novelas de su vida privada, o por lo menos se abstuviera de mencionarla en futuras obras, ni a ellos ni a su hija en común. Aunque Carrere se arregla para hacerlo.
Esto de los premios no es una ciencia exacta pero sospecho que tras ser reconocida Ernaux con el más ambicionado galardón de la Literatura mundial, Carrere tiene las mismas posibilidades de llevarse un Nobel que las que tuvo Philip Roth después de que a Saul Bellow se lo dieran, y de las que hoy narradores británicos como Martin Amis y Julian Barnes, tienen tras el Nobel a su compatriota Kazuo Ishiguro.
Si bien he leído varias novelas de Carrere, casualmente ahora estoy leyendo "El Reino", a Ernaux solo la conocía de referencia, en mi enorme ignorancia pensé que era una escritora de relatos canadiense (lo que según mi teoría de no repetir los Nobel de Literatura a autores del mismo país, generación y estilo, Ernaux no lo habría recibido tras el Nobel a la cuentista canadiense Alice Munro).
Ayer bajé en Kindle "Los años" de Ernaux, es muy temprano para saber si me va a morder su literatura, aunque sus novelas son tan cortas que imagino que pronto lo sabré. Por los momentos el párrafo final del primer capítulo de "Los años" describe un pensamiento que me ronda tras la muerte de mi padre y de mi marido, con menos de año y medio entre si, reflexionando sobre los ciclos de la vida, sobre cómo las dinámicas familiares se transforman inevitablemente con el tiempo y así quienes fueron importantes en la primera parte de nuestras vidas: padres- abuelos; coincidirán muy poco - si acaso lo hacen- con quienes con suerte nos acompañan la segunda parte: Hijos- nietos.
Sobre esas transiciones Annie Ernaux finaliza el primer capítulo de "Los años":
"En las conversaciones en torno a una mesa familiar seremos tan solo un nombre, cada vez más sin rostro, hasta desaparecer en la mesa anónima de una generación remota".
Queda hablar a quienes llegan de quienes se fueron, pero a la larga eso seremos, una generación remota

miércoles, 21 de septiembre de 2022

El sandwich perfecto



Siempre que paso frente a la panadería La Selva en el Bosque tengo un momento magdalenas de Proust, me transporto a mi infancia cuando cada vez que la familia agarraba carretera, mi papá iba a La Selva para comprarnos un sandwich a cada uno. Los sandwichs de La Selva conocidos como "Subm
arinos" consistían en una canilla con todo tipo de embutidos, no recuerdo que tuvieran ni lechuga ni tomate ni cebolla, solo embutidos.
Mi papá compraba todos los sandwich iguales, nada de al mío no le pongan mortadela, al mío solo salchichón... mi mamá los repartía en la camioneta Ford Ferlaine antes de agarrar carretera usualmente a Barinas.
A nadie se le ocurría abrir los sandwiches para escarbar lo que no nos gustara, ni siquiera yo que escarbar es uno de los verbos que mi mamá sigue usando a la hora de describir mis hábitos alimenticios, porque si bien de niña era muy ñonga a la hora de comer, para mi estricto paladar infantil los sandwiches de La Selva eran una alquimia perfecta de ingredientes que jamás me atreví a modificar.
Hoy no podría recordar ni de qué hablamos en esos viajes por carretera, ni dónde nos parábamos para ir al baño, ni si tomábamos agua, jugo o Coca Cola; pero si existe memoria del gusto, la tengo intacta de los deliciosos sandwiches de La Selva.
Dejamos de ir a Barinas, mis hermanos y yo crecimos, y no volví a comer un sandwich submarino de La Selva, hasta que años después en un viaje a La Sabana, en el litoral central, que hice con mi esposo y mis hijos quise repetir la experiencia, porque La Selva sigue en la misma esquina en El Bosque, igualita, como detenida en los años 70, pero no fue lo mismo: mis niños de inmediato abrieron sus submarinos para hacer su propia versión del sandwich perfecto. Temo que yo hice lo mismo.
En las curvas rumbo a La Sabana me di cuenta que los sandwiches de entonces, décadas después, ya no me parecían los mismos no porque hubieran cambiado en la excesiva combinación de embutidos ni por la conciencia del exceso de calorías ni la bomba de colesterol que representaban, sino porque a pesar de que con mi esposo e hijos no nos faltaron rituales inolvidables, el sandwich perfecto se había quedado en el pasado, en esos viajes a Barinas en una camioneta azul Ford Fairlane con mis padres y mis hermanos.